Sobre los acantilados de mármol

Sobre los acantilados de mármol resulta sugestiva tanto por el contexto histórico que la rodea como por el posible paralelismo que presenta con la realidad.  

Ernst Jünger, “uno de los grandes escritores y  personalidades del siglo XX” según el canciller alemán Helmut Kohl,  al que el socialista francés Mitterrand rindió homenaje en Wilflingen, publica esta novela en septiembre de 1939, causando un gran efecto. En las dos primeras semanas vendió catorce mil ejemplares. Era una crítica acerada al totalitarismo.

Escrita bajo los dictados del sueño, es una alegoría casi con rasgos proféticos, que nos revela un camino de lo particular a lo general, de lo material a lo espiritual, del acontecimiento concreto a los principios intemporales.

Situada en un lugar imaginario y en un tiempo incierto, respira un aire de nostalgia trágica desde el inicio: “Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices” que “terminaron súbita, inopinadamente”. El narrador y el hermano Othón regresan de una guerra para instalarse en una vieja ermita, al borde de los acantilados de mármol, donde se consagran al estudio de la flora de la zona: “Seguíamos el alto ejemplo de Linneo, quien, con el cetro de la palabra en la mano, avanzó entre el caos del reino animal y vegetal” y “tuvimos la sospecha de que un profundo orden gobierna la vida de la Naturaleza”.

 La novela gustará al viajero que recorre el mundo con mirada trascendente, al que “encuentra un goce sereno y sublime en pararse a contemplar cómo el dorado hilo de la vida iba desenroscándose de su huso”, y al que descubre el ascendiente de la belleza sobre la fuerza: “Al igual que los niños cuando comienzan a tener conciencia del sentido de la vista y alargan los brazos hacia las cosas que les rodean, así buscaba yo las palabras que pudieran captar aquí el nuevo y cegador brillo de la Naturaleza”. “Los colores de la vida lanzan un supremo destello antes de que el sol se ponga”.

El narrador y Othón viven en un entorno enigmático y fascinante, acompañados por el pequeño Erio, hijo  del primero, que tiene el poder de gobernar a las víboras, a las que alimenta con leche, y la abuela del niño, Lampusa, gobernanta de la casa y cocinera de los eremitas, una mujer con algo de bruja despiadada.

Desde los acantilados se divisa la gran Marina, una hermosa civilización que alrededor de un lago ha hecho nacer granjas, viñedos y florecer las artes. El peligro está al norte, en los bosques de Mauritania, gobernados por el Gran Guardabosque y su séquito de cazadores y perros, que pretende apoderarse de Marina a sangre y fuego y representa un Poder maligno que crecía “a medida que se agravaba la debilidad y se desvanecía la realidad”. 

En una atmósfera de caos generalizado (incendios, muertes violentas), conocemos a Biedenhorn, jefe de las tropas mercenarias al servicio de la Marina, que “siempre se mostraba interesado por el orden y la ley, pero jamás se vio que hiciera algo por mantenerlos”, y que no tarda en pactar con el Gran Guardabosque.

Frente a esa corrupción del espíritu encontramos un centro de paz: el convento de María Lunaris, donde habita un monje, Lampros, botánico, autor de una obra sobre la simetría de los frutos, que no solo ayuda a los eremitas en sus estudios sobre la Naturaleza sino que les convence de “no resistir más que por la fuerza del espíritu” porque “existen armas más fuertes que aquellas que cortan y atraviesan”. Esas armas son la palabra, el espíritu y la libertad. En la palabra, los eremitas reconocen “la espada mágica cuyo brillo hace palidecer el poder de los tiranos”. Lejos de la retórica del ideólogo o del polemista, es la palabra del que es capaz de ir más allá y descubrir lo invisible. Todo ello al calor de un objeto mágico : “El espejo (…) podía concentrar los rayos solares sobre un punto en el que inmediatamente se producía un gran fuego. Las cosas que, tocadas por aquel ardor, se incendiaban, entraban en la eternidad de una manera que, según Nigromontanus, no podía compararse ni a la más fina destilación”.

Cuando haciendo trabajo de campo, localizan el lugar donde extermina a sus enemigos el Gran Guardabosque, ambos protagonistas quedan horrorizados. Aquí Jünger, que escribe en 1939, hace un premonitorio retrato de los campos de exterminio.

El 1 de septiembre Alemania invade Polonia. Comienza la segunda guerra mundial. Mientras los diplomáticos franceses y británicos abandonan Berlín, en las librerías alemanas aparece Sobre los acantilados de mármol (Auf den Marmorklippen, Hamburgo, 1939). En Alemania no volvió a ser publicada hasta después de la guerra, excepto una edición reservada a los soldados de la Wehrmacht e impresa en París por cuenta del Estado Mayor. Hubo traducción francesa, italiana y neerlandesa en 1942, otra rusa, clandestina, en 1944, y lituana y ucraniana cerca del final de la guerra. La primera edición española es de 1962, Barcelona. Friedrich Georg Jünger, primer lector de la obra, le habría dicho a su hermano: “O te prohíben el libro en las dos primeras semanas, o (…) nunca”. Quizá no era el momento de tomar represalias contra un héroe nacional justo cuando comenzaba una guerra. Mientras tanto, el capitán Jünger, ha cruzado la línea Sigfrido al frente de una compañía de infantería. No entra en combate, ahora suma una nueva medalla por recoger a los heridos en la batalla.

Cuando escribía el relato, Jünger vivía en medio de la naturaleza, cerca del lago Constanza, junto a su hermano, el poeta Friedrich Georg, hermano Othón, aun bajo forma soñada.


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30 capítulos, 159 páginas.


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