Todo a la carrera: entre cura y cura exprés

 Son las 16 horas de un día de fuerte ventisca. Llego a casa de trabajar después de una jornada no solo intensiva sino muy intensa. He estudiado muchos asuntos, muy distintos entre sí, y los he despachado con agudeza y resolución. He navegado a contracorriente entre problemones, compañeros y funcionarios, saliendo ilesa. Todo un triunfo, de momento. Al cerrar la puerta, reparo en que hay un trozo de cristal roto en el suelo del pasillo, de un color entre azul y verde, de la tonalidad del mar Caribe. Instintivamente lo recojo, y sin darme cuenta, me hago un corte en el dedo índice de la mano izquierda. Sangro un poco, así que dejo correr sobre él el agua del grifo, creyendo que como el agua milagrosa de los futbolistas, va a hacer que me recupere en unos segundos. Mientras, pienso en voz alta: de dónde habrá salido ese cristal. Qué se habrá roto. Voy a la cocina a hacerme algo de comer y encuentro otro trocito en la encimera... Me hago algo rápido, proteico pero para tomar a la ligera; sentada, intercambio mensajes con un amigo y compañero de trabajo que está de baja y quiere que le ponga al día, ordeno un poco y me cambio de ropa para hacer deporte. 

A las seis de la tarde, salgo a correr por el paseo marítimo con los cascos puestos para escuchar una Meditación de don José Brage, un GEO de la Armada española que ahora se descuelga por la cuerda floja del sacerdocio, que no del helicóptero. Justo cuando termina, a los veinticinco minutos, he de volver porque el piquete que tengo en el dedo sangra a borbotones. Mi cuerpo se pone en huelga… Pasa de hacer más ejercicio. Sin perder un segundo, total ya iba a la carrera, vuelvo a casa a hacerme una “cura express” (como los Carrefour que crecen como setas). Me echo la primera crema que veo y tapo la herida como puedo. Me voy a Misa. Y cuando retorno al hogar, algo más Serena y menos Williams (no me queda músculo) después del día que llevo, le escribo a mi hermana, farmacéutica, a la que le tengo la misma fe que ella a las medicinas, preguntándole a través de un mensaje de teléfono que cómo me desinfecto bien la herida. Y mientras me contesta, descubro en el kit de supervivencia que me hizo para mi nueva casa (“para tontos” porque cada caja viene con el nombre: esto para el dolor de espalda, de cabeza, etc.) unos sobrecitos en los que pone algo así como tampón de alcohol, me lavo con esa toallita la herida, que se había puesto blanca (pues la crema que tan alegremente usé antes era para otra cosa: para callos. Eso por no ponerle el nombre o uso. Ya me callo, agradecida por el cariño infinito de los míos) e inspirada como si estuviera curando a uno de mis sobrinos, me pongo dos puntos de steel strep, una crema que algo alarmada ante el aspecto de la herida me indica mi hermana y una tirita encima. Asunto finiquitado. Lo sé: dije que el botiquín estaba hecho para tontos pero no para faeminos y cansados. Y así me sentía. Y reconocerlo es lo más trans, de transgresor.

Respecto a qué se rompió dejando ese misterioso rastro: no lo se. Como dijo Escarlata O’ Hara: lo pensaré mañana. Y como ella, ahí sigo todavía. Al menos, me di cuenta y he pisado el freno. Llevaba tanto tiempo con el piloto automático puesto…

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